Hay tardes que las lágrimas brotan intempestivas y tibias. Incontrolables. Se confunde con el sueño, más bien con el cansancio. Es que aunque pasen muchos años a la hora de la angustia y el hartazgo se sigue siendo tan niña. Y da ganas de echarse al suelo y patalear.
Pero somos grandes, y haríamos un papelón importante. Entonces mejor dejarse brotar tibia a escondidas y en domingo.
La soledad es una estúpida reiteración, una obviedad.
No hay más que hacer que respirar, profundo, y seguir, un rato.
Sé que te aburriste de tantas palabras dolorosas, es que aprendí desde el seno materno, a convivir con la tristeza, a sobrevivir en el límite del abismo, sin caerme, sin que se caiga nadie. Soy experta en eso, y cada tanto, yo lo sé, tengo que sentarme, y dejar las piernas colgadas, no tanto para descansar, sino como para pensar que caigo, teniendo la seguridad de estar en el suelo. Pero también para aflojar la tensión de los tobillos. Y es como si metiera los pies en un río helado, apoyar los talones en el vacío.
Muevo mis dedos, todos, los veinte dedos muevo. La ventaja de los brazos es que se la pasan en el aire. Salvo cuando abrazan, o cuando me recuesto. Abrazar es poner el cuerpo a tierra. (no voy a corregir esta metáfora, espero entiéndanse ambos bordes de la misma)
La cabeza siempre anda ahí también, atornillada, pero tan suelta. Será por eso que ahí se producen los sueños, porque está todo lleno de aire. Pero cuando se sueña la cabeza está apoyada, los sueños que son de aire está claro, son aquellos que se hacen erguidos. No hay que soñar, erguidos. Hay que hacer. Porque hacer es poner las manos en el barro, y dejar de volar. Y hacer me permite dar la espalda al abismo, porque bien difícil sería tomar barro del borde del precipicio, mejor tomarla tierra adentro.
Si pudiera lograr que todos los del borde no se caigan. Si pudiera convencerlos de que vayamos pronto a moldear el barro, a cocerlo. Si pudiera connvencerme yo, de que aunque me quede acá en el borde y espere, e insista, si quieren caer van a hacerlo, y yo no podré hacer nada, más que mirarlos, y entonces casi que sería mejor dar la espalda para hacerme la desentendida, y en última instancia decir que estaba ocupada, y en una instancia aún ulterior decir que era importante hacer, hacer.
Pero yo sé que me da miedo el vacío. Y mirarlo de frente es una manera de que no se haga más grande a mis espaldas. Lo cierto es que tengo las manos llenas de barro, lo cierto es que a mi alrededor ya hay vasijas. Lo cierto es que, aunque me vaya el vacío seguirá, y quizá sería mejor cargar todo el barro, de a poco, como se pueda, y tirarlo al precipicio, y de a poco, como se pueda, llenar el agujero y lograr eliminar el vacío, y entonces no temer más, porque no habría dónde caer.
...
Pero esto es un sueño erguido, plagado de aire. Porque si se piensa un segundo, el barro traido de atrás (o adelante, ya no sé bien) dejaría en su lugar primario un idéntico agujero, y por tanto edificaría un precipicio, y entonces adelante (o atrás, vaya a saber una) volvería a surgir el abismo, el vacío, y por ende, el vértigo.