Las lentejuelas iluminan la noche y el señor del saco rojo dispone del micrófono para empezar el show.
Habrá palmas al final y algún grito de ¡bravo! pero solo al final, cuando acabe la canción.
Un telón plateado, la luz tan cerca, los límites de la experiencia postmoderna son tan difusos.
Los zapatos serán blancos o negros, el playback impreciso corresponde, nadie se cuestionará mucho más.
Hay que dejarse llevar, preso de la experiencia. Hay que asumir el rol de espectador inconciente. Hay que disfrutar y aplaudir.
La bailarina gorda intentará seguir el paso, y la petiza no hablará de su sexualidad.
El mozo del bar de la esquina, convocado de urgencia para reemplazar al bailarín hará todo lo posible y no será suficiente, pero estará bien.
Cuando llegue la hora del compromiso político, cuando las palmas y los gritos se hagan más fuertes, cuando la señora Orozco no pueda aguantarse y se suba al escenario, el cantor levantará las pancartas, arengará una procesión interna, indefinida, hacia ningún lugar. Luego, en secreto, mientras el baile distraiga y se vista de novia la bailadora de sexualidad confusa, el cantor cambiará su saco.
Cantará en políglota, ese idioma original de los grandes trovadores, que huele a español, y suena a frances, que pronuncia las erres anglosajonas y baila colombiano.
Podría ser Frank Sinatra, o Palito Ortega. Podría ser Silvio Rodriguez o Rafael. Podría ser cualquiera de nosotros, y un poco lo es, por eso la gente se pone de pie, aplaude aún cegada por las luces que refractan en el telón plateado.
Terminará el show, y aún después de los chistes verdes, las señoras contentas volverán a casa, a preparar a sus maridos sus respectivos churrascos, a calentar la bolsa de agua caliente, quizá hoy un poco de más, quizá hoy guste que queme.
No comments:
Post a Comment