Ývanna había nacido allá por el año 1935 en uno de esos pueblitos de Polonia que de tan pequeños y perdidos han olvidado su nombre.
De su infancia guarda el nítido recuerdo de el terror de aquella tarde de otoño en la que se escabullió en el cuarto de su madre y tomó sin permiso su cajita musical. Sabía que con sólo dar cuerda al diminuto mecanismo lateral desataría esa mágica sinfonía, esa danza triunfal de interminables giros.
Ývanna disfrutaba del baile de la pequeña muñequita, casi tan pequeña como ella. Cerraba sus ojos y dejaba que la música monótona y metálica se transforme en magníficos acordes de pianos, trombones, clarinetes y acordeones. Entonces lo decidió, ella quería ser esa pequeña muñequita.
Así, en secreto, porque su madre nunca se lo hubiera permitido, se deslizó hasta la espesura de el bosque gris que rodeaba su casa natal. Allí, cubierta por el manto protector de la maleza comenzó a girar y girar, como si ella misma fuera parte de la cajita de su madre.
Giró y giró y des- cu -brió (shhh, esto es un secreto) que si fijaba la vista en sus pequeñas manos no se mareaba nunca. Miraba cada una de sus uñas llenas de mugre, sacudía sus falanges, y podía continuar girando hasta que el mundo alrededor se transformara en una línea infinita. Y podía continuar girando hasta senti que no era ella quien se movía sino todo lo demás, que ella estaba muy quieta, casi flotando.
Cuando sus padres decidieron trasladarse a Norteamérica por razones que sólo los grandes pueden entender, a ella la envolvió una tristeza profunda, azul oscuro, que sólo comenzó a desteñirse tiempo después. Fue cerca de 1950, fue un jazz cualquiera, porque lo que importaba no era el jazz, ni el joven que bailaba con ella, sino los giros. Ývanna volvió a girar y girar, y miraba sus manos, que ya no eran manos regordetas de niña sino finas manos de mujer. Ahí estaban sus dedos entrelazados con los de Jeremy. Y los giros, y las vueltas, y las manos.
Y sus manos continuaron girando, en rondas infantiles con sus hijos, revolviendo mezclas para pasteles multicolores, limpiando espejos en donde nunca se miraba.
Una mañana en medio del movimiento circular que espantaba una mosca del cereal de su hija menor, detuvo su mano en el aire y quedó atónita. Acercó lentamente la otra, a la misma altura, se apoyó en la ventana para verlas mejor. Recorrió con el dedo índice de la mano derecha los incipientes surcos de la izquierda, y ahí nomás se decidió. Era tiempo de la última vuelta. Volver a Polonia, adentrarse en el bosque, y girar a escondidas, dejando sus manos envejecer lentamente, llenarse de arrugas y detener el tiempo transformando el mundo en esa línea, en esa línea.
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